La telerrealidad actual entroniza a la gente común, a esa ordinary people susceptible de pasar al otro lado del espejo catódico para ser protagonista y no sólo simple espectadora pasiva del espectáculo televisivo, mostrándose especialmente ávida de escudriñar y espectacularizar sus aristas y conflictos, sus quiebras cotidianas. Conocido era su interés por los sucesos y los avatares íntimos y cotidianos de la gente anónima, ingrediente básico y esencial en talk-shows, informativos y magazines del más variado pelaje, así que era cuestión de tiempo que un reality show se ocupara de gente con problemas, con traumas y conflictos personales de todo tipo, a la busca de su sanación mediante la experiencia mediática.
Basado en una idea patria que debemos a sus creadores, Adrián Madrid y Oscar Cornejo, en cuyo bagaje en el medio encontramos su participación en heterogéneos productos como La Noria, Aquí hay tomate u Hormigas blancas, el nuevo talk-reality de Tele 5, La Caja (¿guiño irónico hacia el habitual sobrenombre peyorativo de la propia tele?), nos propone un trayecto psicoterapéutico en vivo, a aplicar a las criaturas que concurren a su reclamo, todas ellas víctimas de situaciones traumáticas, dolorosas pérdidas, traumas insuperables o problemas psíquicos de diversa índole.
Sentados y despatarrados en una especie de butaca de dentista, encerrados en un espacio prismático formado por paneles de video, con una única abertura cenital (lo que propicia el uso y abuso de tomas aéreas y cenitales), los invitados-pacientes son sometidos a un dosificado y meditado (se supone que ha habido sesiones preliminares con el equipo de especialistas para pergeñar cada terapia audiovisual) exposición a imágenes, sonidos, olores, palabras, fotografías y textos relacionados con su patología.
Así pues, a ritmo de una omnipresente música incidental (perteneciente a la banda sonora del film In the mood of love), sin mediación de presentador alguno (un nuevo ejemplo de postergación de la mediación del periodista profesional, considerada innecesaria y distanciadora), aunque punteado por los (presuntamente) balsámicos y sedosos comentarios y consejos de unos coach en permanente off, el programa somete a sus criaturas, mediante el envolvimiento sensorial y el repaso dialogado a los avatares vitales que les han conducido a su degradada situación actual, a un viaje con intencionalidad terapeútica y regeneradora, al que, asimismo, quedamos invitados como espectadores, susceptibles de alcanzar un alto grado de identificación y conexión con los protagonistas (innegable, dado el alto seguimiento popular de que han disfrutado las primeras emisones del invento).
Intercalando sucesivamente las tres historias de que se nutre cada entrega, pausando y ritualizando la escalada emocional y climática de cada caso concreto (no podía fallar el empleo del primerísimo primer plano en los momentos de mayor exaltación emocional, en un intento de aproximación –closer– entre espectador y protagonista), La caja vendría a ser una especie de catódica montaña rusa de exhibicionismo con voluntad catártica, una intensificada vuelta de tuerca en la aproximación impúdica del ojo televisivo (y por ende, del ojo del espectador) a los territorios más inestables y quebradizos de la privacidad.
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